Ha pasado desapercibida en Colombia la reforma electoral que acaba de aprobar el Congreso chileno, liderada por la Nueva Mayoría, integrada desde la Democracia Cristiana hasta el Partido Comunista. En ella se reemplaza el actual régimen especialmente diseñado en la era Pinochet y estrenado hace 25 años para privilegiar electoralmente a la segunda mayoría, léase la Alianza de partidos y electores de la derecha. Esto se lograba a través de lo que se llamó el sistema binominal, en el cual, en cada distrito electoral de baja magnitud (en cada uno de ellos se elegían dos y en algunos casos hasta tres diputados a la Cámara Baja), las curules se asignaban primero al partido o coalición más votada y luego se privilegiaba el segundo escaño con la siguiente votación. Esto implicaba que un partido tuviera más del 66 % de la votación para llevarse las dos curules de tal distrito. Una clara violación al principio de proporcionalidad entre votos y curules que ahora se corrige introduciendo el método d´Hont, conocido entre nosotros como el sistema de la lista repartidora, problema que en Colombia se había resuelto con éxito desde su introducción en la reforma del 2003 para eliminar la entonces vigente “operación avispa”, que había llevado a la atomización de los partidos y a privilegiar las victorias por residuos.
En su momento el sistema electoral chileno era uno de los pocos ejemplos en Latinoamérica donde el otro problema central de un sistema electoral, la representación —identificación de a quien pedirle cuentas y el pedido de ellas por parte de los habitantes de un territorio— estaba relativamente resuelto —cuál era el diputado de cada una de las grandes coaliciones que representaba el territorio— aunque, con la distorsión mencionada arriba, claramente anulaba al sistema chileno como ejemplo a seguir. Con el aumento de la magnitud de los distritos electorales, que en algunos casos llegan a tener ocho diputados, la posibilidad de representación y de fortalecer la relación principal-agente quedó diluida. La representatividad de la que ahora hacen alarde los gestores de el nuevo sistema electoral en Chile tiene más que ver con la posibilidad de existir una variedad mucho más amplia de partidos, pero con un umbral muy bajo para los nuevos partidos inscritos con 0,5 % de los votos depositados en el distrito electoral en las elecciones anteriores. Esto permite crear partidos regionales con impacto nacional con muy pocos votos, problema que en Colombia se corrigió con un umbral del 3 % de la votación para obtener o mantener la personería jurídica.
Otra fuente de orgullo de la representatividad en el caso chileno es el requisito de que, de la totalidad de los candidatos que inscribe en una elección cada partido, máximo el 60 % de ellos debe ser de un mismo género, una formula interesante en el sentido que tampoco podrían presentarse más de 60 % de mujeres, un riesgo que algún día pudiéramos ver. En Colombia está haciendo carrera en la reforma electoral que entra pronto a sus restantes cuatro debates la idea de la “lista cremallera”, alternar mujeres y hombres en las lista presentadas, de tal manera que como se piensa que solo se va a votar por listas ordenadas y cerradas, haya un 50 % de cada género.
Es evidente que la reforma electoral chilena intenta resolver problemas diferentes a la que debería resolver una colombiana, comenzando sobre todo con que la geografía chilena es mucho más sencilla y consolidada que la colombiana y en la cual los 28 distritos electorales se hacen agregando en comunas relativamente identificables y proporcionando el número de diputados a la población, donde el tema patético colombiano de que el censo no sea aprobado por el Congreso a nadie se le ocurre siquiera considerar en Chile ( ¿No sería bueno que nuestro Congreso preaprobara la metodología del censo y que existieran veedores técnicos internacionales para evitar que el censo del año entrante no sea aprobado por el Congreso porque algunos departamentos aparecen proporcionalmente con menos población y no les conviene a sus congresistas?).
Pero el tema central que no se resuelve en Chile es el de la representatividad, con la clara identificación de quién representa a todos los habitantes de un territorio y que ahora, en un sesgo cultural prevalente en Latinoamérica como parte de sus herencia hispano-católica determinada por el Estado Absolutista español en el Siglo XVI y que impuso como concepción política en su imperio, se reemplaza ahora con la proporcionalidad de los partidos: en nuestra tradición partidocrática, y en esto se incluye a España sumida ahora en la crisis de representación de los partidos (remember Podemos), no cabe la idea que los congresistas le deban rendir cuentas a sus electores.
Chile está cayendo en la escogencia de un sistema electoral que no resuelve el problema de representación con fuerte responsabilidad Principal-agente, en buena medida por escoger un sistema proporcional para resolver evidentes problemas de la arquitectura electoral pinochetista, sacrificando representación. Solo los sistemas mixtos logran resolver adecuadamente los dos criterios centrales de la arquitectura electoral: proporcionalidad y representación. ¿Esperará Chile otros 25 años para resolver este problema? En nuestra cacareada reforma electoral en trámite, ¿dejaremos de resolver el problema de la representación para bloquear aún más la relación entre electorado y la política cuando la fórmula del sistema mixto resolvería fácilmente la tensión entre una política regional libre de clientelismo y corrupción y partidos fuertes y responsables, o estaremos encontrándonos con los chilenos en el 2040 para deshacernos de un sistema electoral carente de legitimidad? No en vano elEconomist cita la principal protesta en Chile cuando aumentan senadores y diputados: “Más payasos al circo”. No sucede esto en Suecia, con un diputado por cada 75.000 habitantes. Allá la gente sabe a quién llamar a cuentas y estos parlamentarios a quien rendirles cuentas. Y la democracia representativa es real y contribuye a la racionalidad del sistema.
John Sudarsky, Presidente Contrial